Se despierta, como siempre, a las 7.30 de la mañana. A pesar de su situación escoge esta hora porque así puede permitirse soñar. El alba trae la promesa de un día nuevo, fresco, lleno de posibilidades. Fantasea con ello mientras se ducha y prepara café para él y para su pareja. Ella se levantará algo más tarde, aunque cuando esté arreglada y con el billete de autobús en la mano, apenas podrán cambiar más que un beso apresurado. En ese momento él llevará más de media hora frente al ordenador.
La conexión a Internet es el único lujo que se han permitido desde que él perdió su trabajo el año pasado. No fue una situación sencilla mientras duró el subsidio de desempleo, pero se convirtió en un infierno silencioso cuando se acabaron las prestaciones. La paciencia de la familia también se termina, y eso se refleja en sus caras cuando van a comer a casa de los padres de ambos. En más de una ocasión ha atisbado un reflejo triste en los ojos de su madre y un destello de desprecio en los de su suegro. Es incapaz de decidir cuál de los dos le resulta más doloroso.
Por eso él se coloca frente al monitor con la taza aún humeante en la mano, abre la ventana del navegador y empieza la búsqueda. Conoce a la perfección cada portal de empleo, cada uno de los apartados. Incluso comienza a memorizar los encabezados de cada una de las ofertas. Sabe que buscan un aprendiz de fresador en Redondela, un delineante en Vigo y un veterinario en Lugo.
¿Es odio o envidia lo que hay en sus ojos cuando comprende que ni forzando su currículo al máximo podría optar por ninguno de esos puestos? Lo descubriría si se atreviese a mirarse al espejo, pero hace mucho que no puede. Incluso evita afeitarse más de una vez por semana, para no tener que enfrentarse consigo mismo.
Un amigo psicólogo le ha dicho que no es culpa suya. Que no fue un capricho irresponsable optar por una carrera tan específica, tan teórica, con tan pocas salidas. Que tenía derecho a optar por la felicidad. Claro que ahora él solo puede optar a teleoperador o comercial. Se apunta a toda oferta de empleo no cualificado que encuentra, incluso a algunos que sabe positivamente que son una estafa. Los que te obligan a trabajar a comisión, sin contrato y sin Seguridad Social. También esos están a rebosar de candidaturas.
Luego espera. Hace clic cada poco en el botón de Recibir de su buzón de correo electrónico. Nunca llega el esperado mensaje. La espera yerma es tan amarga que incluso se siente agradecido cuando llega algún mensaje de spam , que le permite mantener durante décimas de segundo la ilusión. Vuelve a hacer clic en el botón, añorando los viejos tiempos, aquellos en que ibas de puerta en puerta dejando un par de hojas de papel con tu nombre arriba y una foto. Hoy, si haces eso, te miran como si estuvieses loco o desesperado. En ocasiones piensa que la búsqueda virtual no es más que un invento del Gobierno para que los parados molesten lo menos posible.
Cuando escuche el sonido de las llaves de ella en la cerradura, apenas se atreverá a girarse, pues lo que más teme en el mundo es ver en su cara la pregunta de siempre. A veces incluso desearía que a ella también la echasen a la calle, para que comprendiese. Cada vez que lo hace se siente peor persona.
Intenta acostarse temprano. Al día siguiente el despertador sonará a la misma hora. Se obligará a ponerse en pie, porque aún no ha perdido las ganas de luchar. Aunque nadie le dé ni un solo motivo para ello.Este artículo fue publicado originalmente en La Voz de Galicia
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